12 may 2006

Testimonio (Un cuento extraño)

Voy a volverme loco. La maldición está lanzada y ya nada ni nadie puede quitármela. Y no consumiré mis últimos momentos de cordura sin intentar contar al mundo mi historia por lo que de ella pudiera aprenderse. No confío en la policía. Nunca actuaría ante un caso como el mío. Y, aunque lo hiciera, tampoco sabría como afrontarlo. Lo único que puede evitar que se hagan con el control del mundo es que corra la voz entre la gente de la calle, que todos sepan lo que pasa cuando te llevan a hablar con el director.

Yo había ido por una hipoteca. Compré mi piso hace unos años y pensaba que ya había llegado el momento de aprovecharme de las bajadas de tipos. No soy un gran cliente, pero tengo una libreta con cuatro duros, donde cobro la nómina y pago mil domiciliaciones. No aparezco nunca por la agencia y cuando necesito dinero, tiro de tarjeta. Por eso no conocía al director y, cuando me llevaron a su despacho, me sorprendió la sensación de seguridad que desprendía. Alguna vez, cuando todos los planetas sigan girando, yo querré tener también ese aire de suficiencia sin engreimiento, de autoconfianza sin prepotencia. Me hizo sentar y, con un gesto confiado, abrió un cajón y sacó mis papeles. Empezó a hablarme sobre la actual coyuntura del mercado inmobiliario, sobre las dificultades de tomar decisiones en momentos de tanta incertidumbre y sobre lo bien que haría si seguía pagando más que nadie durante un par de años a la espera de que ‘el horizonte se despejara’. ¡Se despejara...! Es patético e insultante que me comparen con un paisaje en neblinas, que inscriban mi cerebro en la categoría de cosas-en-un-lugar. Pero la directora no lo había hecho con mala intención, estoy seguro. Sólo pretendía confundirme, insultarme y rebajar mi autoestima con su discurso jactancioso. Pero yo fui más listo que él. Por eso cuando, entre mis datos financieros, empezó a citar detalles de mi familia, de mis aficiones, de los lugares que había visitado, de las amantes que he tenido, intenté no prestarle importancia. Interiormente no conseguía entender de donde había sacado aquel hombre toda la información. Ahora que escribo esto lo veo todo más claro, pero entonces, aunque aparentaba tranquilidad, mi cerebro no dejaba de dar inútiles vueltas. Ahora sé que en su ordenador está todo y que, aunque nunca admitirán que los carteros también escuchan detrás de las puertas y llenan mil informes e impresos con nuestros datos, la verdad acaba por imponerse y nada tiene que temer de ella la libertad. ¿No es cierto acaso que incluso tras la destrucción viene la calma? ¿No dicen los que de esto entienden que ni siquiera en Internet hay control posible?

Supongo que la maldición residía en el abrecartas. Estaba sobre su mesa, una bonita pieza de artesanía; hombres y mujeres dando forma, lijando, puliendo, ornamentando; oscuros secretos transmitidos de generación en generación; las calles repletas de palomas heridas, casi muertas. En su mango, un rubí rojo o algo que, sin ser un rubí, lo parecía. Dicen que en esas joyas existen mundos escondidos y que quien sabe mirar en su interior puede descubrir el origen del universo, o su final. Me costaba cada vez más mantener la mirada en ella mientras me contaba, con aparente frialdad, el final de una relación que tuve hace algunos años, con una mujer que luego fue cantante y que acabó suicidándose. No podía apartar los ojos del rubí y en él no había mundos, sólo la certidumbre de que mi alma estaba siendo absorbida y de que a eso se debía que aquel rojo fuera cada vez más intenso. Intenté levantarme para irme pero sólo pude articular preguntas irrelevantes referidas a las diferentes opciones de subrogación del préstamo. La directora hubiera querido desnudarse, lo sé, y arrancarme el corazón, pero era más seguro esperar a que mi cuerpo fuera ya sólo un envoltorio vacío. Por eso aproveché para salir en cuanto lo hube firmado todo. Nada había ya que valiera la pena, dado que también los barrenderos y las cajeras de los supermercados debían saberlo todo sobre mi. Ahora entendía muchas cosas, algunas miradas, algunas conversaciones que la gente mantenía desde hacía meses a mis espaldas. Los vecinos debían saberlo, debían confiar en que más tarde o más temprano me sorberían el alma. Por eso me saludaban en el ascensor. Por eso me reconocían en las tiendas del barrio. El director debía haberlo contado todo, tal vez habría distribuido carteles o, mejor aun, panfletos con instrucciones entre el vecindario.

Al salir, cuando uno de sus criados me limpió los zapatos, tuve ocasión de escuchar de nuevo aquel sonido, como de engranajes, tras las paredes, y las risas tras de mí. Aquella mujer se había encerrado de nuevo en su despacho y seguramente bebía sangre humana y vaciaba el rubí. Fuera, los cajeros, que seguían atendiendo serviciales a los clientes, habían aprendido a disimular, pero guardaban puñados de fósforo y azufre en los cajones, junto a los billetes.

1 Comentaris:

Blogger Dr Jose LLibre Tello said...

Excelente como siempre. Solo una pega,continuamente se confunde el sexo del director ( directora del banco ), al final los lectores no sabemos a que atenernos

3:00 a. m.  

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