12 may 2006

Responsabilidades (Un cuento de mal rollo)

Qué palo. El mismo día en que llegó al piso con todas sus cosas recibió la noticia de que en la última reunión de vecinos, a la que no había podido asistir porque aún no estaba instalado, le habían nombrado encargado de los calabozos de la comunidad. Jaime acababa de independizarse de sus padres y no tenía experiencia en responsabilidades de este tipo. Si se hubiera tratado de del mantenimiento de las luces o, incluso, de la tesorería, se habría sentido capaz de asumirlo, pero los calabozos...

- “No es tanto trabajo”, le aseguró el Presidente de la Comunidad mientras le tendía las llaves. “Que tengan comida y que más o menos todo esté en orden. Sólo eso. Del agujero ya me encargo yo.”

El Presidente era un tipo grande, voluminoso, como si con su sola presencia pretendiera que los demás tuvieran que abandonar la sala. Era de esos tíos que se valen de su tamaño para intimidar, no directamente, sino poniéndote sus manazas sobre el hombro, como queriéndote mostrar en un falso remedo de afabilidad que si quisieran podrían estrujarte la cabeza como si fuera un melón podrido, o acercándose mucho a ti cuando te hablan para cubrir tu horizonte y que tengas que mirarlos desde abajo, y así poderte escupir en la cara con facilidad. Llevaba tres años de presidente pero, por la manera como todos lo trataban, podía haber llevado toda la vida. Andaba por la escalera como el elefante del Libro de la Selva revisando su ejército, con una rotundidad imponente, sin dejar que nadie pudiera entrar o salir sin ver que él estaba allí, cumpliendo con su deber. Este magno ejemplar de humanidad estaba jubilado, y parece ser que en tiempos había sido vendedor de seguros. Jaime podía imaginarlo intimidando a sus clientes, o me contratas un seguro o te mato a hostias, y la pobre mujer o el pobre tipo que se topaba con él firmaría convencido de que no había alternativa. Luego daría unas risotadas, les golpearía la espalda con sus manazas y les reafirmaría en lo bien que habían hecho contratando con él, ya verían, si un día les caía una viga encima yendo por la calle sus hijos darían palmas de alegría.

En su piso las cosas aun estaban todas manga por hombro. Se había mudado algo precipitadamente debido a la última riña con sus padres. Tenía el piso comprado desde hacia un par de meses, pero los estudios no le habían dejado mucho tiempo para ir llevando cosas y adecentarlo un poco. Pero ahora pensaba disponer de algunos días para poner algo de orden en todo aquello. Jaime estudiaba tercero de medicina, y sólo los libros y apuntes le habían bastado para llenar doce de cajas de cartón. Empezó instalando las estanterías, midiendo, golpeando, taladrando. Se le fue toda la tarde, pero quería empezar a llenarlas para que el aspecto no fuera tan lamentable. En una de las cajas con libros encontró la bolsa negra con las cosas. No recordaba haberla puesto allí, pero no era extraño, con las prisas. Los últimos días habían sido un follón de exámenes, noches sin dormir y discusiones con sus padres. Pensó en dejar la bolsa en la estantería, pero le pareció mejor esconderla en el patio de luces, tras las cajas donde guardaba la lejía, el amoniaco y los detergentes. Tras acabar de colocar los libros se frió algo de pescado congelado para cenar y, faltaban pocos minutos para la once, se puso un vídeo de Woody Allen y se apalancó en el sofá. De momento tenía la tele sobre una silla, pero aun no había decidido si ésa sería su ubicación definitiva. Probablemente no.

Esperaba Woody a Diane Keaton en la puerta de un cine, cuando sonó el teléfono. Sus padres no serían, eso seguro. Tampoco podía ser nadie de la facultad, pues no tenían su número. Entre el montón de cajas, papeles, maderas y libros por los suelos, Jaime no encontraba el teléfono. El timbre era agudo, duro, irritante. Y persistía. Estuvo por cerrar con fuerza los ojos, apretar los puños y esperar a que callara, pero entonces lo tocó con el pie, bajo unos periódicos manchados de pintura. La voz, que llegaba hasta él entre un ruido de fritura, era la del presidente. “No has bajado”, informó seco. Y antes de que Jaime pudiera entender de que hablaba, en tono menos grave prosiguió: “Ya he bajado yo, tranquilo. Es el primer día, ya se sabe.” Y, sin tiempo a responder: “Acuérdate mañana.” Y colgó.

Se acordó. Lo tuvo presente todo el día, y a las ocho bajó. Se llegaba a través del mismo pasillo que llevaba a la zona infantil, pero entrando por una puerta que hay antes de llegar al patio interior. Tras un pasillo breve, otra puerta, grande, metálica, fuerte. Respiró hondo y se armó de valor. Siempre se le hacían un palo las responsabilidades, pero cuando una cosa tiene que hacerse tiene que hacerse. Entró y en media hora lo tuvo todo listo. Volvió a su casa más animado. Realmente, en cuanto lo tuviera por la mano no necesitaría más de veinte minutos al día para cumplir con lo suyo, contando con que del mediodía se encargaba el portero. Sólo la chica rubia se había dirigido a él, enfadada, y eso le había puesto algo nervioso. El trato con las chicas seguía siendo su punto flaco. Se quejaba de que la comida estaba fría, y la verdad es que tenía razón. La señora del 4º, como fuera que se llamase, la había recalentado poco y mal en su casa antes de bajarla. Jaime le explicó a la joven que ahora ya no podía hacer nada, pero le dio su palabra de que a partir de ahora se preocuparía personalmente de que llegara bien. Aprovechó para comentarles a todos en voz alta que era nuevo y que ahora se encargaría él de todo aquello, pero no pareció importarles demasiado, así que dijo buenas noches y se fue para casa, donde aun llegó a tiempo de ver empezar Impacto TV.

No le costó interiorizar sus obligaciones, y la primera semana fue muy suave. Ahora la chica rubia ya no estaba, pero, para compensar, habían llegado dos más, una señora de unos 40 años a la que recordaba haber visto salir del portal el día que había venido a ver el piso. La otra mujer, ya mayor, debía ser su madre, por la manera como le cogía las manos. El presidente, el sábado, bajó mientras estaba dándoles la cena. Se plantó allí en medio y se lo miró todo lentamente, con parsimonia solemne, sin hablar. “Muy bien, chaval, muy bien.” Y se fue. Jaime sintió un gran alivio. Llevaba dos días con la idea de que el suelo tendría que limpiarse pero sin decidirse a hacerlo, y que el presidente no le hubiera dicho nada al respecto le tranquilizó. “Mañana le pasaré la manguera”, pensó primero, pero lo cierto es que aquello estaba fatal, así que lo hizo entonces. Procuró no mojarles demasiado. El suelo estaba levemente inclinado hacia el centro, donde un pequeño colector recogió el agua sucia, oscura ya, mezclada con orín, excrementos y restos de comida.

En su piso las cosas estaban ya algo mejor. Volvió a la facultad, y dedicó las tardes a estudiar y acabar de arreglar las cosas. De momento podía permitirse esperar un par de meses antes de empezar a buscar algún trabajo.
Mientras, el cuidado del calabozo se convirtió pronto en una rutina más. No era Jaime persona de darle muchas vueltas a las cosas, pero a veces le venían a la cabeza pensamientos extraños. Un día, a la hora de darles la cena, se encontró de nuevo con el presidente, y se decidió a formular una pregunta que llevaba días rondándole por la cabeza. “¿Por qué están aquí todos estos?”. El presidente le miró con una mueca entre despreciativa y burlona: “Mala gente...” Y tras un silencio acompañado de pequeñas negaciones con la cabeza, continuó: “Mala gente..., sí señor.” Aquello tranquilizó a Jaime. Ya lo suponía, pues de otro modo no estarían allí, pero oírselo decir al Presidente con esa convicción era otra cosa. Los exámenes se acercaban y quería pedirle permiso para algo especial. Se atrevió a ello. El Presidente le respondió con una gran sonrisa y dándole un manotazo en la espalda: “Por supuesto, chaval, claro que sí. Eso ni se pregunta...”

Jaime subió a su piso pudiendo apenas contener la alegría. De detrás de las cajas con las cosas de limpieza sacó la bolsa negra y la llevó al comedor. Sobre la mesa, la abrió y extendió los instrumentos sobre un paño negro. Estaban limpios y resplandecientes. El brillo hería los ojos. Luego fue a buscar un palillo y, sentado en una silla, se dedicó metódicamente a limpiarse las uñas. En eso Jaime era muy suyo, la higiene para un médico es esencial. Ya se ensuciarían bastante luego. Repasó el material una vez más y le pareció apreciar en las tenacillas una pequeña mancha parduzca que se apresuró a frotar con un paño de cocina. Guardó de nuevo el material quirúrgico en la bolsa, cogió también una antigua edición del “Gray’s Anatomy” y, alborozado, fue hacía la puerta. Después de todo, tener responsabilidades tenía sus compensaciones.