10 may 2006

Manchas en la pared (Otro cuento de mal rollo)

Le dolían los ojos y las sienes. Se había despertado con la necesidad urgente de mear, pero la poca luz que entraba por la ventana le hizo pensar que debía ser aún muy, muy pronto. Mientras vaciaba las cervezas de la noche anterior, cerró los párpados intentando calmar las punzadas que sentía. Los volvió a abrir al dejar de oír el ruido de su orina al caer en el lavabo, más por reflejo que porque le importara realmente mojar el suelo. Al acabar se dio cuenta de que la bañera aún estaba llena hasta la mitad de agua sucia con restos de jabón. Puso la mano dentro para destaparla y se frotó luego con la toalla que estaba en el suelo para secarse el brazo. Vio entonces la mancha. Era del tamaño de un puño, de un color oscuro e indefinido, y estaba situada en la pared del lavabo, entre la bañera y la taza. “¿Qué coño es esto?”, se dijo. La mancha parecía seca, y su contorno era aún más oscuro. Acercó los dedos y la tocó. Frotándola no parecía irse. Sí, estaba seca. “Que le den por culo...“, pensó. Y al separar la mano recordó en que estaba sólo, en que María le había dejado. “Que la den por culo...”, dijo esta vez en voz alta, sin que ello le impidiera sentir un dolor amargo en algún lugar de su interior.

María. ¿Cuánto hacía que se fue? ¿Cuántos días llevaba sin ella? Volvió a la cama y pensó que debería cambiar las sábanas. Ya no pudo dormir más. La cabeza le dolía tanto... Necesitaba tomar algo, este dolor se cura con un trago, con varios tragos y durmiendo toda la mañana. “Borracho hijo de puta. No es extraño que te dejen, mírate, durmiendo entre sábanas sucias, con el piso oliendo a alcohol y a basuras que no se bajan desde hace días.” ¿Cuánto tiempo llevaba así? Semanas, tal vez. Semanas enteras sin María. La llamaría y le diría que la echaba de menos, que quería volver a vivir con ella, que le perdonara y que la casa necesitaba de ella, que salían manchas en la pared, que el dormitorio apestaba, que estaba harto de comer la misma comida recalentada, maldita zorra, que si no volvía con él la... Recordó la mancha y, sin ser del todo consciente, salió a la galería y cogió un par de trapos y una botella de lejía. Era lo primero que había encontrado entre botellas de limpiacristales, limpiahornos y espráis diversos. Cogió también el matacucarachas. Cada vez había más, cada vez le perdían más el respeto, ya no corrían sólo de noche, las veía escondiéndose cuando entraba en la cocina a cualquier hora del día. Vació el envase rociando el suelo, los muebles, los cajones y, al acabar, dejó el pote vacío dentro del fregadero. Se dirigió entonces al lavabo y se sentó en el suelo frente a la mancha. Dejó caer un buen chorro de lejía sobre el trapo, empapándolo. Un hilo líquido se deslizo por sus manos y, en contacto con las heridas que tenía en los nudillos le hizo apretar con fuerza las mandíbulas para no chillar. Se enjuagó las manos con agua y se las secó. Con el trapo empapado empezó a frotar la mancha, apretando con fuerza. “Esa puta zorra debería estar aquí, limpiando esto.” Empezaba a estar hasta los cojones de tanto feminismo y de tantas hostias. ¿Qué pareja no discute? ¿Quién les ha contado a todas esas putas que en la vida es todo bonito y que hay príncipes azules esperándolas en castillos? Y la puta mancha no se iba... ¿De dónde salía? Si hubiera una tubería ahí detrás que perdiera, la marca estaría húmeda, y habría crecido.

Pronto se hartó. Tiró los trapos dentro de la bañera y dejó la botella de lejía detrás de la puerta. Fue hasta la cocina y se sirvió un vaso de vino, el último de la mañana. Ya eran las doce. Nada más de alcohol hasta la hora de comer. “Aunque ¿Qué coño...? De algo me ha de servir estar sólo...” Y se sirvió un vaso más.

No volvió a pensar en María hasta muy tarde. Había bajado a comer algo a un bar. No le gustaba ir a los bares de cerca de casa porque tenía la sensación de que le miraban mal. “Esos cabrones siempre miran de joderte... ¡Que les den por culo...!” Así que anduvo algún rato hasta encontrar un bareto donde tomarse un bocata. Cogió el periódico para hojearlo mientras comía, pero sólo salían las idioteces de siempre. Los hijoputas de políticos y la puta mierda del partido del Madrid que los muy cabrones habían ganado. De repente sintió la urgencia de salir de allí, la sensación de que algún peligro indefinido le acosaba. Se pasó la tarde andando de un sitio a otro, y, cuando empezaba a oscurecer, se sentó en un banco del parque y se estuvo allí un rato mirando las tías que pasaban, mirando como las muy zorras se vestían en estos días en que las tías parecen pensar que pueden enseñarlo todo. No quería irse de putas, quería estar con María, quería volver a hacerlo con ella... No me hagas daño, le decía ella. Así no, házmelo con cuidado, le decía siempre María. Las mujeres hoy en día piensan que los hombres son todos unos maricones y se asustan con un tío de verdad. No, por favor, no me lo hagas así, no me gusta, por favor, por favor, así no, por favor, así no. Pensar en María le excitó, pero la mierda del alcohol hacía que no se le pusiera dura. Me haces daño, no me aprietes tanto las muñecas.

Volvió a casa poco antes de las nueve. Entró en la cocina y fue directo a la nevera. Pero se detuvo antes de abrir la puerta, como si su inconsciente hubiera visto algo que a él se le había escapado. Giró la vista hacia la pica del fregadero y vio que estaba llena de lo que debía ser... Sangre. Sangre en la cocina. La pica llena de sangre, sólo sobresalía el vaso que estaba sobre la pila de platos ahora inundada, y el mango de una espátula. Cerró los ojos. El terror mordía sus entrañas, retorciendo, haciendo daño. Eso no estaba allí. La puta mierda del alcohol. No supo cuanto tiempo tuvo cerrados los ojos, y cuando consiguió las fuerzas para mirar de nuevo, la pica estaba vacía. Cayó o se dejo caer, y quedo sentado en el suelo, con las rodillas contra su cara, abrazándose las piernas. Debía dejar de beber. Había oído de borrachos que empiezan a ver cucarachas corriendo bajo su piel y que se vuelven locos para siempre de terror. Había oído de borrachos que notan ratas en su estomago que quieren salir, y mueren de ataques al corazón. Debía dejar el puto alcohol. ¿Desde cuando bebía? ¿Dos, tres años...? La fabrica cerró y todo se fue a la mierda. Y ahora, en su carrera cuesta abajo, había perdido a María.

Pensó en llamarla, pero no sabía donde estaba. Sus padres habían muerto hacía muchos años y no tenía hermanos. Quizás estuviera en casa de alguna amiga, alguna de esas feministas hijas de puta amigas suyas que le llenaron la cabeza de mierdas. Pero no tenía ningún teléfono, ninguna dirección.

Se levantó y se sirvió algo para beber. De inmediato se sintió mejor. Ya no temblaba.

Recordó el motivo por el que se fue. Creyó sentir algo parecido a la culpabilidad, pero de inmediato recordó aquella sonrisa, a María burlándose en su cara, mostrándole su desprecio. Él le había dicho que la cocina daba asco, y era verdad, no había forma de encontrar nada porque María siempre le cambiaba las cosas de sitio; y ella sonrió y le dijo que si no encontraba las cosas era porque estaba borracho, la muy puta. Y le dio una hostia.

Su cabeza, tras darse contra el borde de la bañera había rebotado, con un ruido sordo, contra la pared, y su cara quedó en el suelo, junto a la taza del water. María se levantó; le sangraba una ceja y los labios. María se toco la boca con los dedos, y los miró, llenos de sangre. En su cara se mezclaron la rabia y el dolor con un aire de resolución y de... alivio. No era la primera vez; en el trabajo estaban acostumbrados a verla con gafas de sol. Se había acabado.

Y había cogido y se había ido, sin un grito, sin preparar las maletas, sin limpiarse la sangre de la cara. Y recordó su expresión cuando cerró la puerta y lo dejo a él dentro, definitivamente. Su sonrisa, su puta sonrisa. Y de eso hacía ya, ¿cuánto? ¿una, dos semanas...?

Se tendió en la cama y frotándose los pies consiguió sacarse los zapatos, que cayeron a un lado, sobre la sábana. Hundió la cabeza en la almohada, con la luz aún abierta, pero buscando oscuridad. ¿Por qué sonaba toda esa música dentro de su cabeza? ¿Por qué no dejaban de tocar esas putas trompetas? Pero se durmió. Y cuando despertó de nuevo vio una mancha en la pared.

La luz de la habitación estaba encendida, y fuera aún era de noche. Dos dedos gigantes sobre sus sienes apretaban su cabeza como si fuera una nuez que quisieran partir. Cada vez era peor ese dolor al despertar. Se levantó para servirse algo y la mancha estaba allí, en la pared, al lado del armario. Se acercó, la miró, la toco, la frotó, la golpeó, la rascó con las uñas y se las rompió, y la mancha seguía allí. ¿Con qué coño quitaba María este tipo de manchas y dónde estaba ahora la muy puta...? Ahora que la necesitaba aquí, que la querría sobre la cama para hacer con ella esas cosas que le gustaban tanto.

Algo iba mal. “Cálmate”. ”. ¿Qué coño estaba pasando? ¿Por qué coño esa obsesión con las manchas y ese ponerse a pensar en follarse a María? “Cálmate, cojones. Piensa con la cabeza”. Las cosas se estaban poniendo chungas. Iba a dar un último trago, sólo para poder reflexionar con un poco con claridad y luego lo dejaría para siempre. “Esta puta mierda no me va a joder más...”.

Tras beber, su cabeza empezó a funcionar con claridad. Ahora se daba cuenta de que no le sentaba bien pensar en María, en el día en que se fue. Y pensó que la mancha en la pared del lavabo podía ser una mancha de aquel día, de cuando ella se cayó y se dió contra la pared. Y pensó que esta mancha, la del dormitorio, podía ser de aquella otra vez, de cuando se habían discutido por lo guarras que le dejaba siempre ella las camisas, y arrugadas de cualquier manera en el armario. Tal vez en aquella ocasión la culpa había sido de él, porque es cierto que ella le había pedido perdón, entonces aún le pedía perdón cuando hacía cosas mal, antes de conocer a todas esas cabronas tortilleras. Esa vez ella se había disculpado, y le había dicho que no pasaría más, que iría con más cuidado con sus camisas, que tenía que entender que, a veces, cuando volvía de trabajar, estaba cansada y no se fijaba lo bastante. Pero a él le había puesto furioso esa referencia al trabajo, ese hacerse la mártir, ese echarle por la cara que mientras ella trabajaba él se quedaba en casa y no dejaba de beber y lamentarse. Y es verdad que aquel día había bebido mucho. Quizás por eso se enfadó tanto. Quizás por eso la pegó tan fuerte.

Al día siguiente él la había llevado al cine. Aquel día casi no bebió y, guiado por el remordimiento, la trató con amabilidad, respeto y atención. Aquella había sido la última vez que ella le besó sin asco. Luego, todo había seguido yéndose a la mierda.

Pero ahora estaba mejor. Se sentó en el sofá. El calor volvía llenar su cuerpo. Puso la tele, pero para sus ojos todo eran canales sin señal, luces y ruidos sin sentido. Hasta que sonó una voz, la de María, sollozando, viniendo del televisor. “No me pegues, por favor, no me pegues.” El mando a distancia no funcionaba, el televisor no se apagaba, el volumen subía y subía. Los gemidos y las quejas de María llenaban ahora el comedor. Como loco, arrancó el cable de la pared y el televisor calló. La cabeza le hervía, y una garra llena de uñas le estrujaba el estómago. Oyó golpes detrás suyo, y el ruido de una sierra cortando carne. Se giró para no ver a nadie, sólo una mancha en el suelo, al lado del sofá, donde una vez había tirado a María de un empujón porque se quejaba de que volvía tarde a casa, de que ya no pensaba en ella, de que siempre volvía borracho.
Su mundo se hundía, y en lo que sería sin duda la lucidez que a veces procura el miedo, volvió a revivirlo todo, cada golpe, cada insulto, cada patada. Y en estos dos últimos años había habido mucho de todo. Ahora, sin lagunas de memoria, sin niebla en la cabeza ni en sus recuerdos, volvió a verlo, a revivir el momento en que María se fue y le sonrió por última vez, antes de cerrar por fuera la puerta del piso, antes de que él corriera hacia allí, la furia quemándole por dentro, y abriera la puerta, antes de que ella empezará a bajar las escaleras. Y él tendió un brazo, y la agarró por el pelo y la arrastró de nuevo hacia dentro, de espaldas sobre el suelo, gritando, pero por poco tiempo. Ahora lo recordó todo, aquella rabia, aquel odio. ¿Qué había hecho después con ella? ¿En cuantas bolsas la bajó?

Lo recordó todo, con claridad, y pese a todo no se suicidó. Vagó por las calles, durmiendo en cualquier sitio, durante seis días, sin atreverse a entrar en su casa, por miedo a las manchas, a los ruidos, a los recuerdos; hasta que una tarde, en un bar, se desmayó y lo llevaron al hospital de donde ya no saldría. Le había reventado el hígado.

Y tardó mucho en morir.

1 Comentaris:

Anonymous Anónimo said...

Hacía tiempo que no leía algo que me produjera esta sensación de sobrecogimiento.

Gracias.

12:19 a. m.  

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